sábado, 23 de mayo de 2015

Extraña correspondencia Nº2




Escuchar esa canción de Company of Thieves, que se llama Oscar Wilde, que dice que "We are all our own devils", mientras leo en Vidas Escritas, un esbozo que hace Javier Marías, sobre los últimos días de Wilde: “Quizás en la cárcel aprendió a tener miedo, en todo caso era un hombre prematuramente envejecido, sin más dinero que el que le iban procurando sus más fieles amigos, perezoso ante el trabajo (esto es, ante la escritura), y un poco cómico. (...) Estaba cada vez más sordo, tenía la piel enrojecida y vulgarizada y caminaba como si los pies le dolieran, apoyado siempre en su bastón arrebatado. Lo único que conservaba intacto, era su capacidad de conversación”.
La vida suele tener correspondencias. 

Partir la historia

Siempre he sido una persona pesimista. Lo sabe mi familia, lo saben mis amigos, lo sabe todo el mundo. Ahí, detrás de mi gana de andar siempre sonriente y bromeando, yace ese pesimismo. 
A veces, pienso en lo poco que le queda de esperanza a la sociedad que habita el mundo en que vivimos. Ya no me gusta el juego de buscar culpables, y termino aceptando el reparto equitativo de culpas por esto en que nos convertimos. Pero ni el pesimismo, ni las culpas, ni la tristeza, obligan a rendirse en algunos casos. 
Este fin de semana tuvimos un acontecimiento de esos que parten la historia. En el mundo, ha sucedido con la implementación del calendario moderno, con los avances industriales, con el desarrollo mismo, pero en El Salvador hay un antes y después, de la muerte de Monseñor Óscar Romero. No desde el momento de su beatificación, sino desde ese 24 de marzo de 1980.
Yo nací en los ochenta y viví las constantes noticias de secuestros, los toques de queda, los familiares desaparecidos, los acusados de ser "subversivos", que morían sumariamente, los cadáveres en la calle cuando fue el recuento de daños de la ofensiva de 1989. Recuerdo el júbilo por los acuerdos de paz en el final del 91, el año del eclipse total. Y conforme fui creciendo, descubrí que el camino sería cuesta arriba. La sociedad se comenzó a dividir, y ese momento, esa etapa de reconciliación en la post guerra, se diluyó. Los equilibrios se hicieron difusos desde el momento en que la justicia se dejó de lado con el objetivo de repartir poder para acabar la guerra.
Dejé de creer en dios antes de entrar a la universidad. No me hizo nada la educación universitaria nacional, ya antes había dejado de creer. Tengo muchos amigos ateos, y todos son buenas personas, con ideas referentes a la justicia y paz social, que permiten tener una consonancia con lo que creía y promulgaba Monseñor Romero. Por eso ahora que la iglesia mostró un cambio de ciclo, y dejó de oponerse al reconocimiento de la labor de Monseñor Romero, como tanto tiempo pasó con el Papa Juan Pablo II en uno de sus más grandes errores, la noticia de su beatificación de Monseñor Romero la recibo como eso, un reconocimiento paulatino e irremediable del trabajo y un viraje en la doctrina social de la iglesia, que probablemente habría sido imposible de no tener al Papa actual.
He visto muchos comentarios de conocidos y desconocidos, en redes sociales y en persona, con menciones sobre "Romero no es mi martir", "Romero generó la guerra", "Romero debió callarse y estaría vivo". Y me dan tristeza. En primer lugar, Romero no es mártir de alguien, y precisamente porque no buscó ser un mártir. Hablaba con la doctrina y los fundamentos de su fe, directamente. Él creía en la función social de la iglesia. Se puede inferir en cada una de sus homilías, que florecen por el internet para que las comprendamos. 
En segundo lugar, hay una anécdota muy interesante sobre guardar silencio:

"Tres años después de la muerte de Stalin, su sucesor, Nikita Kruschev, durante el Congreso del Partido Comunista, sorprende a todos con un muy detallado informe de las atrocidades cometidas por orden de Stalin. Con mucha calma describía torturas, enumeraba muertos, detallaba las falsas traiciones y desnudaba la realidad de una personalidad especialmente cruel, que parecía satisfacerse mucho con un poder infinito, donde las vidas de millones estaban en sus manos. Y en esas manos terminaron millones de vidas.
El silencio sepulcral con que se escuchaba el discurso solo fue interrumpido por una voz que dijo “¿Y dónde estabas tu, camarada, mientras eso ocurría? “. Luego de unos segundos de asombrado silencio Nikita bramó: “¿Quién dijo eso?”. Silencio. Repitió la pregunta y nada. Luego dijo: “Estaba exactamente en el mismo lugar y en la misma posición que tu estas ahora, camarada”.

Eso hacemos. Vemos las atrocidades y guardamos silencio. Y Monseñor Romero decidió no guardar silencio. Las raíces de la guerra se pueden rastrear mucho antes del asesinato de Monseñor Romero. Probablemente se niegue ello por desconocimiento.
Hace ya más de 20 años leía la Revista Gente, que publicaba Waldo Chávez con otros personajes eminentes del país. Mi papá estaba obsesionado con esa revista, por lo que yo también la leía. En un número en que se recordaba el 15 aniversario del asesinato de Romero, hacían una disección del Romero humano, del Romero hombre, que se volvió el favorito de muchas familias adineradas en el oriente del país, por su pasividad y su ingenuidad. Y mencionaba como muchas de esas familias abogaron con el enviado del vaticano de entonces, para que fuera nombrado Arzobispo de San Salvador. Porque sería un arzobispo cómodo para los intereses de todos, en un momento convulso de nuestra historia. Y no fue así.
Una vez fue nombrado, Monseñor Romero se volvió un incansable luchador por la justicia, por el amor y por la fe, como valores que TODO ser humano debería defender, más allá de las ideologias y sistemas políticos y económicos. Romero tomaba fuerza de cada ataque que recibía. Fue amenazado por esa misma izquierda que lo ha instrumentalizado como símbolo de su lucha, y fue asesinado por la rama ultraderecha del partido que el día de su beatificación publicó una página a todo color en los principales periódicos del país, congratulándose del día especial que llegó. Nadie era propietario de Monseñor Romero, ni nadie lo es actualmente. Monseñor Romero es el salvadoreño más universal de todos.
Si no se comulga con su religión, o no se cree en sus ideas, ya sea porque les han enseñado que era un instrumento guerrillero, o creen que era demasiado incómodo por ser anti ricos, lo invito a que se tome el tiempo de escuchar las homilías, de leer las transcripciones. 
Es difícil aceptar que este día también ha sacado lo peor de nosotros. Las ofensas, las acusaciones, las críticas por el papel de Monseñor Romero en nuestra historia, demuestran que seguimos sin querer aceptar la reconciliación. 
Vi a mucha gente decirle al hijo del máximo líder y principal acusado por el asesinato de Monseñor Romero, que pidiera disculpas, que tuviera vergüenza, y tampoco estuve de acuerdo, porque no es responsable de los actos del padre, pero si responsabilidad en el momento histórico actual, en este momento que requerimos estar juntos para enfrentar los grandes problemas del país, la desigualdad, la injusticia, la impunidad, la inseguridad, cada una consecuencia del anterior.
Probablemente siga pensando que es demasiado tarde para este país, mientras siga gente que ofenda al otro por pensar diferente, que lo trate de ignorante, y se arrogue la superioridad intelectual por pensar distinto.
Pero por hoy voy a creer, porque como dice la canción:  "poco me importa donde rompa mi estación  si cuando rompe está rompiendo lo imposible".

Es totalmente nuestra responsabilidad que este día lo tomemos como una de nuestras últimas oportunidades de unirnos y rescatar a este país, más allá de partidismos e ideologías, porque los héroes, los que de verdad han intentado alzar la voz para llamar a la paz, deberían ser algo más que una estatua y un día de fiesta.