miércoles, 3 de abril de 2013

El perro de Lambada

Lambada estaba ahí desde que tengo memoria. Siempre cansado, con esa dificultad para caminar y esa sonrisa eterna.
A nadie en la colonia le importaba que fuera un borracho. Era nuestro borracho. El borracho oficial de la colonia. El que buscaba donde pasar la noche en el parque, y el mismo que se asomaba a los portones de los edificios para pasar el tiempo mientras llovía. El mismo que nunca se negaba a hacerte un favor, como ayudarte a cargar, con sus pocas fuerzas, un tambo de gas a cambio de 5 colones, o luego de 1 dólar. 
Con el tiempo se fue encorvando. No era el mismo que yo veía cuando tenía 12 años. El mismo que cuando estaba demasiado ebrio se arrastraba por el parque y ostentó durante meses el apodo de "Arañita", hasta que se recuperó, se volvió a embriagar y recuperó al mismo tiempo su dificultad de caminar como bailando, y su apodo de Lambada.
Cuando se encorvó eran el amanecer de este siglo, como lo decía una presumida antología de poesía nacional. 
Lo seguí viendo en nuestras calles, pero ahora acompañado de un perro. Se veía que se habían adoptado el uno al otro. Eran una compañía callejera que era más feliz que mucha gente que suele presumir su felicidad.
Los vi durante años. Soportaron tormentas, soportaron hambre, los estragos del alcoholismo de Lambada, y sobre todo, la soledad compartida.

Hace ya un par de años que no veo a Lambada. Lo último que me dijeron de él fue que un día había estado demasiado grave, y cuando parecía que moriría en la calle, llegó una hija y se lo llevó. Se suponía que se recuperaría en su casa. Tenía unos 70 años o más. Dicen que se le escapó a su familia, siempre acompañado del perro con el que compartía sus aventuras.
Dicen que pasaron semanas y no lo volvieron a ver. Y luego meses.
Jamás conocí a la familia de Lambada. Jamás conocí el nombre de Lambada.
Ayer vi al perro de Lambada, buscando comida en la basura. Sin Lambada.
Solo.

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