Mi primer trabajo, semi formal, fue en una veterinaria. Era el mil usos, o la forma en que se quiera mencionar. Siempre fui la eterna promesa de algo mejor, así que en ese entonces, a mis 17 años, pensé que era sano mantener ese trabajo un tiempo, por lo que me dediqué a mi trabajo de atender la veterinaria, aprender a cortar pelo de perro, aprender a inyectarlos, a rasurarlos para encontrar venas, a ponerles suero, a cuidarlos, etc.
Yo, que nunca había tenido más mascotas que los 8 pericos que subsecuentemente habían muerto o escapado de casa, jamás pensé que trabajar ahí formaría parte básica de mi aprendizaje de vida.
Ahí conocí a Rosco.
La veterinaria, estratégicamente ubicada en una zona populosa pero segura, como lo era entonces Monserrat allá en el 2000, también funcionaba como un hogar de rescate de perros. Debo darles el punto en que fueron los primeros que lo hicieron. No entraré en detalles, al menos no acá, sobre si el cuidado era el correcto o no, pero sí diré que ahí aprendí muchas cosas que jamás podría haber aprendido en otra parte.
El primer día de trabajo fue el peor. Los peores siempre son el primero y el último, como todo en la vida.
Ese primer día me enseñaron mis obligaciones: hacer limpieza, surtir el stock, vender, hacer de recepcionista, hacer remesas, hacer programaciones de consulta, y como parte del trabajo del hogar de perros, alimentarlos, bañarlos y mantenerlos seguros, es decir que no escaparan.
El segundo piso había sido acondicionado de forma en que se habían creado 6 enormes jaulas para encerrar a los perros que lo requirieran, y los demás, los más viejos o mansos, se tenían en libertad, aunque la azotea tenía un portón que obviamente debía tener cerrado.
Ahí estaba Rosco. El Sharpei más fuerte y agresivo de todos.
Ese primer día no pude entrar a alimentarlos. Rosco no me dejó entrar. Se abalanzó sobre mí apenas estaba abriendo el portón. Y así fueron los próximos 3 días. El Doctor tenía que hacer esa parte de mi trabajo.
Al quinto día tuve que enfrentar lo que había postergado ya demasiado. Entré sin más ayuda que la escoba que usaría para barrer en el segundo piso. Rosco atacó de nuevo, pero esta vez al entrar me quedé hecho de piedra. Rosco me olfateó, me ladró un par de veces y me dejó trabajar. Se echó sobre la enorme pila de cemento que había en esa azotea y me dejó trabajar.
Una semana pasó y seguía dejando la comida de Rosco a una distancia prudencial para que me dejara trabajar. Era todo lo que había logrado avanzar.
Al menos un mes después, y luego de muchas dudas y ensayos, Rosco al fin me dejó alimentarlo de cerca. Apenas me vio.
Unos días más pasaron y Rosco dejó de temerme. Quizás fue la compañía, quizás fue que le daba de comer, pero entonces Rosco dejó de ladrarme. Se volvió el perro más pacífico de la tierra. Se echaba sobre la pila de cemento y me dejaba rascarle la panza. Cuando quería lo bañaba, lo dejaba sacudirse, y luego se acercaba a mí porque le encantaba que le rascara el lomo. Rosco se convirtió en mi amigo.
A veces lo dejaba bajar al primer piso, cosa que el Dr jamás supo. Rosco se volvió tan pacífico que volvía a su lugar en la azotea solo con mi llamado.
Habían muchos perros ahí. Había una doberman que tenía más de 12 años y había sido abandonada por un problema de piel. Casi no tenía pelo. Sufría más de lo que debía. Yo tenía casi que darle la comida en el hocico. Pero se alegraba y jugaba conmigo. Había un enorme Chow Chow que luego fue "adoptado" por una familia que lo llevó a cuidar una finca. También estaba un Basset Hound que siempre se portaba agresivo, hasta que descubrí que no escuchaba ni veía. Las cataratas y la vejez habían vencido a su cuerpo, y su reacción era violenta porque probablemente se sentía amenazado todo el tiempo.
Y con ellos habían siempre 3 o 4 criollos que jamás conseguían un hogar. Porque la gente siempre quería perros "de raza". Algunos tenían problemas de piel, otros habían sido atropellados.
Yo nunca había querido tener un perro.
Meses después dejé de trabajar ahí. Y un par de meses después, trabajé en otra veterinaria. Ahí, la Dra, que se había independizado de la primera Clínica en la que trabajamos juntos, me contó que Rosco había sido entregado en adopción a una familia con mucho dinero, que lo regresó solo un par de días después, y que el Doctor, desesperado por no encontrarle hogar, se lo llevó a su granja de crianza de ranas, para que cuidara el terreno. Ahí vivió desde ese 2001. Entonces Rosco era un perro formidable de unos 4 años. Si hago mis cuentas es probable que ahora ya haya muerto.
Fue en ese 2000 mientras trabajaba ahí, que mi hermana consiguió que nos regalaran el primer perro. Una pequeña bolita anaranjada, con tamaño de chihuahua y cabeza de pastor alemán miniatura. Jamás le vi raza en específico. Era agresiva, temperamental y nerviosa. Con el tiempo se fue poniendo ciega. Vivió como hermana con la segunda perrita que tuve, Dido (ajá, como la cantante). Dido era una Border Collie, más grande de lo que podía tener en casa. Tenía a mis 2 perritas. Yo quería darles una mejor vida.
Nos mudamos y tuve que entregarle a Dido a mi abuela. Lobita, mi primera perrita, se quedó conmigo hasta sus 11 años cuando murió de vieja, a los pies de mi mamá. La lloré como si fuese un familiar.
Unos meses después me llamó mi abuela y me dijo que Dido había muerto. Era el 2011. Me sentí la peor persona del mundo. No aproveché la oportunidad de ser un buen amigo de mis perros.
Pasamos un año sin mascota hasta que mi mamá quiso ahora ella tener un perro, porque mi hermana y yo trabajábamos todo el día y ella necesitaba compañía.
Nos trajeron a Penny. Penny es la pequeña bolita peluda que me recibe a diario como si volviera de una guerra de años.
Y ahora, todos los perros que mencioné, a excepción de Penny, deben estar muertos.
La semana pasada comencé a encontrarme camino al trabajo a un pequeño perro callejero. Hace meses que llevo conmigo un poco de comida para perro y la dejo cerca de algún basurero, donde buscan comida los perros, por lo que no aproveché y le dejé un poco. Así ha sido desde el jueves pasado. Pero hoy estaba más nervioso que nunca, y con la pata derecha delantera rengueante, señal del que puede que sea el primer atropellamiento que le toca, a juzgar por su pequeñez.
Yo sé que es difícil sugerir ayudar a perros callejeros cuando en las calles hay niños que huelen pega, que tienen hambre, que no tienen una familia, cuando a diario tenemos diez o más muertos, cuando a diario nos enfrentamos a la desidia de la sociedad, a la sociedad de la exaltación del yo, del egoismo, de la fantasía de tener más para ser más, a costa de lo que sea, a costa de quien sea, pero todo eso no significa que un pequeño paso no servirá de nada.
Adopte un perro, porque quizás sea el primer paso para su cambio de conciencia.
Adopte un perro porque quizás para usted sea solo una pequeña ayuda, pero para él será un nuevo mundo, una nueva vida.
Adopte un perro porque ellos son como nosotros. Porque todos alguna vez nos hemos sentido solos, tristes, abandonados, rotos.
Rosco me enseñó eso, que todos merecemos una oportunidad, y que quizás la gente se burle de usted dando esa oportunidad, pero hay un momento en la vida en que no es necesaria ninguna aprobación, más que la sensación de estar haciendo algo pequeño pero valioso.
1984 - Capítulo 5. Primera parte
Hace 2 meses
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