Cada noche camino unos 25 minutos hasta mi casa. Puedo tomar un bus pero prefiero caminar. Ir solo es mejor.
Y cada noche, ahí estaba. Un especimen de esos que son mis favoritos de la raza humana. A algunos les gustan los niños porque la ingenuidad los hace ser buenos. A mí no.
Cada vez que veo a un anciano siento la ternura de estar viendo a alguien que volvió a ser niño. De repente siento un poco de tristeza de saber, o al menos sospechar que jamás me acercaré, ni a la edad ni a la sabiduría acumulada en el más común de los ancianos.
Y ahí estaba con su canasto de pan. La ancianita a la que siempre le gustaba platicar.
A veces me desesperaba. Yo solo quería comprarle para, inutilmente, sentirme mejor, y ella insistía en saber como estaba mi familia, como me iba en el trabajo, como me sentía.
Un par de veces pensé en simplemente cambiar de camino porque no me gustaba quedarme mucho tiempo ahí. Igual seguí pasando y compraba.
Una vez simplemente decidí que tenía que dejar de comprar por ganar mi autoindulgencia, y de paso la saludé con amabilidad. Ella preguntó si iba a comprar algo de pan. Le dije que esa noche no. Me vio tristemente y me dijo "Se acabó".
Fue la última vez que la vi.
Tenía unos 80 años.
Quiero creer que ahora, en alguna otra acera de alguna otra calle, está preguntándole a sus clientes, cómo les va en el trabajo, cómo va la familia, cómo está de salud. Con su sonrisa, y la mirada de comprensión que jamás lograré tener.
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