miércoles, 19 de febrero de 2014

21

Hace 21 años yo era un niño que recién afrontaba el dolor del primer enamoramiento. Me sentaba a ver desde la terraza del tercer piso del edificio donde entonces vivía. Me gustaba estar solo. Siempre me gustó.
Era un niño, pero siempre pensé que había algo conmigo, con mi apariencia, con mi personalidad, que no le agradaba a la gente. 
La paz había sido firmada hace poco y la gente estaba expectante de la próxima elección presidencial. En mi casa, un viejecito de 65 años se sentaba a conversar conmigo como si fuésemos adultos los dos. Me decía que votaría por Chávez Mena, pero que sabía que nada cambia nada. Que lo único que lo podía hacer a uno feliz era querer a la gente. 
Era un señorón don José Agapito. No puedo decir que ese señorón me haya dado impresionantes lecciones de vida, pero si recordaré por siempre que todo hombre necesita a diario recordarle a su gente que la quiere. Todos los días abrazo a mi mamá pensando en eso. Todos los días le digo que la quiero, porque así aprendí, a decir las cosas antes que sea demasiado tarde. Todo eso si lo aprendí de mi abuelo. 
Hace 21 años lo escuché por última vez. Días antes de morir nos sentamos a ver por la terraza. 
"Estoy cansado", fue lo último que me dijo.  Luego se durmió. Al día siguiente estaba hospitalizado. Luego no volví a escucharlo. 
Conocí la muerte desde muy pequeño, y también conocí aferrarme a la gente. Porque, ¿sin la gente qué nos queda?  Ahora a mi abuela aún se le aguadan los ojos cuando lo recuerda. Cuando sabe que es con quien compartió tantos años de su vida. Cuando el tiempo juntos significaba la vida entera. Mi abuela es el fiel testigo del amor mismo por mi abuelo. Les debo tanto a mis viejitos. 
Hoy, solo escribo porque lo escrito queda más que yo, porque uno no puede irse nunca sin decir cuanto quiere a la gente.  Hacés falta, Papá Pito.

1 Manchas en la pared:

KR dijo...

Me has hecho llorar.