Es domingo y salgo del trabajo a esa hora en que el cielo se convierte poco a poco en una manta con colores púrpura, me subo al bus y pretendo que basta con ponerme los audífonos para alejarme de la realidad que siempre he odiado.
Me duermo durante la mayor parte del viaje.
Llego a Metrocentro y al bajarme del bus en una parada ilegal, descubro que la oscuridad ha tomado posesión de San Salvador.
Cruzás la calle y el bus en el que ibas de repente es tragado por un enorme agujero en la carretera. El asfalto deshaciéndose. Agua entre las manos.
Los edificios del Ministerio de Hacienda, las famosas 3 torres, pasan frente a Metrocentro arrasándolo todo, como deslizándose mientras las veo impresionado. En el cielo se escuchan una especie de graznidos veloces que van de allá para acá.
Pienso en mi familia y corro en el mismo camino que siempre hago porque simplemente me gusta caminar. Esta vez corro.
Volteo a Metrocentro y es un agujero. Un cráter negro con polvo apenas saliendo de él. Personas caminando quemadas antes de quedar hecha polvo y ser arrastrada por el viento.
Sigo corriendo. No puedo detenerme. Tengo miedo.
No sé qué está pasando.
Veo unas líneas blancas que se unen y separan constantemente en el cielo y que, sin sonido alguno, bajan constantemente.
Me desespero y trato de llamar a casa. No sirve el teléfono. Sudo helado. Casi no veo gente.
Apenas avanzo un par de cuadras y me veo rodeado por esas líneas blancas que bajan a velocidad increíble y desintegran a las pocas personas que hay. Corro en zig zag como aprendí cuando era el niño de lentes al que le querían hacer bromas en la escuela, hasta que soy el único en pie.
Las líneas caen adelante en mi camino y no tengo donde ir.
Estoy rodeado.
Estoy arrodillado y veo como las líneas parecen subir dejándome en paz.
Se agrupan en una sola esfera de luz. Por un momento respiro sin agitarme.
Las líneas se separan en cientos y se dirigen hacia mí.
Nada quedará de mí después de esto. Como no quedó de los demás.
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