Ella es un ser fuera del tiempo.
Ella no se parece a nadie que conozca.
Ella es vida. Es sangre, tierra, soledad, sonrisa, lágrimas y recuerdos.
Ella es poesía viva.
A veces es el silencio cuando tiene las palabras atragantadas, en el momento de decir lo que le duele o le que quisiera.
Siempre ha pensado que la vida está regida por la voluntad de dios. Aunque es humana como todos, y a veces se indigna con los que no piensan en dios. Se contradice. Quizás por eso lo hago también.
Ella no pertenece a este tiempo.
Ella se bañó en ríos, atravesó campos para llevar comida, trabajó desde niña, estudió hasta tercer grado, y ha sido feliz a pausas.
Mis primeros recuerdos la tienen en sitio preferente. Llevándome a la cama enorme, cuando me encontraba casi dormido en la sala, jugando con unos carritos y un cronómetro. También la recuerdo llevando la mochila gigante de las tortugas ninja que usé en segundo grado. Y viendo las películas de Pedro Infante, cantando las canciones que aún ahora me puedo de memoria. Escuchando religiósamente el programa de las 8 pm en ese radio que me compraron para tratar de ayudarme a dormir más fácil, porque siempre fui difícil para eso.
Con ella aprendí a cantar, a reír, a vivir un poco mejor de la tristeza que siempre tuve de niño.
Quizás ella nunca se dé cuenta de todo lo que me ayudó. Especialmente porque hace meses que no tenemos una conversación completa, solos. Y sé que es mi culpa. Es mi culpa porque cada vez que tengo tiempo no la he buscado, porque cuando ha estado conmigo no he encontrado la forma de volver a esas charlas, porque no la quiero lastimar cuando me dice que ora por mí a diario y por dentro siento ese inmenso desperdicio de su corazón porque en primer lugar, no valgo esas oraciones, y en segundo, no creo en dios.
Ella jamás leyó el realismo mágico. Ella vivió en tiempos mágicos.
Ella me contó cuando tenía unos 8 años, que su abuelo le contó que tuvo un sueño que lo dejó con una profunda tristeza. Le contó que veía el mundo enmarañado por hilos. Un mundo en el que la gente rogaba porque le pusieran esos hilos, y dejaba de ver el cielo. Y me lo contaba con tristeza. Para ella la tecnología solo alejó a la gente.
Ella ha vivido en varias casas y siempre se ha sentido una refugiada. Pero siempre he admirado su independencia. Cuando murió mi abuelo, sufrió en silencio. Unos años después decidió irse a vivir sola.
Tuvo muchos trabajos. Incluso si ahora le dicen que vaya a estarse un par de horas a la casa de una vecina, solo para cuidarla, acepta. Ella sigue creyendo en la alegría hasta el día de hoy.
Ella tuvo 14 hermanos. Vivió en ese tiempo en el que el futuro era un tiempo inexistente. La mayoría de sus hermanos murieron en la niñez. Sus mascotas siempre tenían nombres graciosos que a cualquiera le parecían ridículos. Tuvo una perrita a la que nombró "Gaviota", y un gallo al que llamaban "Camión".
Cuando era niña sufrió lo que sufría un niño en 1940. Caminaba kilómetros para llevar agua a la casa. Jamás olvidaré cuando me contó el día que escapó de la casa de sus padres. Tenía entonces 14 años y encontró su libertad de una forma mágica y dolorosa. Porque así son las cosas que valen la pena.
Mi abuela no cree en la suerte. Cree en el trabajo, en la sonrisa, en dios.
Odia las fotografías. Quizás también eso heredé de ella.
De ella aprendí a tener cuidado con mis palabras, a no desistir, a querer la libertad, a trabajar siempre por lo que quiero. Pero sobre todo, a ser feliz.
Hoy, con 79 años en sus espaldas, no es la misma que me contaba las historias. No es la misma que trabajó cocinándole a unos amigos de Salarrué. Ya es una viejita cansada. Y quizás jamás llegue ni a la mitad de lo que ella ha vivido. Pero jamás se me olvidará todo lo que aprendí.
Felicidades, Mamá Nena.