Escribir una lista no es un arte sencillo. La verdad es algo odioso.
Comenzás con algo que querés dejar ir. Puede ser la lista de tus libros favoritos, las razones para no morir, los días que no pensaste en alguien, las mentiras que deseaste decir, etc. La lista de posibles listas es infinita y sus posibilidades renovadoras también.
Cada vez que hacés una lista dejás una parte de tus ideas en ella. Una lista no sirve de nada si no la revisás constantemente para saber si aún cuenta o no.Cuando dejás una lista incompleta es
como cuando los relojes comienzan a atrasarse. Al principio no lo notás,
y luego, poco a poco, el retraso se vuelve evidente, y la lista va
quedando huérfana y vacía. Pero todo eso al final no importa. Todos
somos una lista. Por eso siempre he sido adicto a escribir listas. Tengo
una lista para todo. Una vez escribí una lista de las 108 cosas que me
recordaban a alguien. (Acá va un saludo que no puedo hacer aunque
quiera.) Otra vez decidí escribir una lista con 25 cosas sobre mí que
muy pocas personas conocen (conocían), y luego una segunda parte, y
luego una tercera. Las listas siguen siendo infinitas, aún completas. La
paradoja continua.
Las
listas son un camino de eterno retorno. Nunca se sabe donde, pero
siempre se retorna. Se hace una lista y se llena una parte de la
historia. De mi historia, de la historia del mundo, de la historia de la
historia. Infinitamente.
Y aquí bien
podría haber escrito algo distinto. Pero las listas no me dejan
escribir nada. Quiero escribir algo y salta una lista por ahí para
escribirse.
La lista no se escribe sola. La lista se hace escribir. Es una obligación.
Yo soy una lista incomprensible. Lo que haré mañana será parte de una lista, cada día otra lista.
Morir entra en una lista.
Cada número será parte de una lista. Para siempre.